jueves, 11 de marzo de 2021

Homo sapiens y el arte de no saber

Ana tiene 58 años y es la segunda vez que viene a la consulta. Es una mujer culta que ha viajado por todo el mundo. Ha trabajado como enfermera, pero con los años se hizo escultora y pintora. Tiene una mirada directa y curiosa. Se pone recta y me mira con cara de preocupación. “Entonces te vas a morir?”

La duda es parte de nuestro ser. Realmente la duda va de la mano de nuestra imaginación y nos hace plantear cosas. Desde muy pequeños exploramos, probamos y preguntamos. Cada vez que nos atrevemos a dudar de algo es porque nos imaginamos que la realidad podría ser de otra forma. A los grandes filósofos y pensadores no se les recuerda por sus respuestas, son sus preguntas las que perduran. De algún modo sabemos que la verdad no existe, pero seguimos buscándola. Este camino, que se llama progreso, nos permite agarrarnos a lo que se podría llamar una verdad provisional.

Es único del ser humano tener esta imaginación y sobre todo compartirla. En su maravilloso libro “Sapiens, de animales a dioses”, Yuval Noah Harari se atreve a sugerir que lo que distingue al actual ser humano de los animales en general y de las otras especies humanas en el pasado, es esta habilidad de compartir dudas, de crear ideas y proyectarlas en un contexto concreto. Harari incluso va más lejos, duda que el homo sapiens como individuo sea realmente tan sabio y propone que el concepto de inteligencia colectiva sea lo que ha hecho del homo sapiens la especie dominante de nuestro planeta desde hace miles de años.

Esta inteligencia colectiva se podría considerar como una base de datos de ideas, experiencias, sentimientos y creencias de tal magnitud y tal crecimiento que ni el más brillante cerebro humano podría abarcarla y entenderla. Hace miles de años ya habían personas que empezaron a buscar orden en todos estos conocimientos y vieron que la relación entre las cosas no era tan directa ni tan obvia como a veces parecía. Se necesitaban técnicas para interpretar y comprobar ideas existentes, y también para valorar los nuevos datos adquiridos por la sociedad. En un proceso de miles de años, esta comprobación se ha ido afinando porque tuvimos dudas y nos imaginamos que se podría hacer mejor de lo que habíamos estado haciendo. Este proceso sigue activo en la actualidad y entre todas estas personas que trabajan en la recolección e interpretación de datos, se cuestionan muchas cosas para llegar más cerca a esta verdad provisional. Una verdad provisional que ha pasado por muchas manos y cabezas con experiencia y conocimientos de un tema y que ha sido consensuada muchas veces con expertos de otras disciplinas. Es lo que se denomina la ciencia.

La ciencia no ofrece creencias. La ciencia parte de dudas y preguntas, las comprueba y luego intenta dar un veredicto, si puede. Y si no puede también lo dice y sigue con su proceso. Nadie dirige la ciencia; la ciencia se autorregula y se autocontrola. La ciencia no sabe de fronteras, no sabe de política, no sabe de razas. Claro que siempre hay intereses externos (religiosos, políticos, económicos) que intentan tener su influencia; pero el poder de autorregulación detecta este tipo de influencias e intenta corregirlas sin que nadie lo diga, es un proceso autónomo. La ciencia es una entidad ficticia sin ánimo de lucro o beneficio.

Hasta Big Pharma tiene que doblegarse a estas exigencias cada vez más altas. Y claro que si, se ha colado alguna vez algún medicamento que no debería haber estado, pero la respuesta científica siempre ha sido mejorar e intensificar las comprobaciones. Además, en la medicina no existe ningún protocolo de actuación que no se haya basado en varios metaanálisis de muchos diferentes estudios.

Cada persona tiene dudas y preguntas, es nuestra naturaleza y por eso hemos avanzado. Cuando la iglesia católica aseguraba que el planeta era plano o decía que la homosexualidad era una enfermedad, la ciencia encontró argumentos para decir que no era así. Cuando Hitler intentaba convencernos que hay razones biológicas para creer que existen ciertas minorías inferiores a la raza aria, la ciencia lo estudió y comprobó que no hay ningún dato que lo justifique. La ciencia no ofrece creencias, la ciencia busca certezas.

Tengo que admitir que me quedé algo trastocado por lo que me dijo Ana. Claro que no pensaba morirme. Solamente me había puesto la primera dosis de la vacuna contra la Covid-19, pero me quedé pensando en el absoluto convencimiento de Ana de que la vacuna nos iba a matar a todos. La pandemia nos ha planteado muchas dudas. Muchas dudas en muchos aspectos de nuestras vidas. Yo mismo me he dejado abrumar por la incertidumbre de lo que iba a pasar. Tenía dudas sobre cuánta gente iba a morir, sobre la educación de mis hijos, sobre el efecto de la pandemia en nuestros ingresos. La duda nos puede llevar a reflexionar, a cuestionar cosas, a cuestionarnos a nosotros mismos. Pero la duda también nos puede llevar al miedo. Y para poder lidiar con el miedo buscamos una verdad; y esa verdad con la pandemia actual muchas veces no viene de la ciencia. Al contrario, la respuesta científica en muchos aspectos ha sido: ‘no tenemos ni idea lo que nos viene encima’. Y ahí la gente se agarró a ‘otras verdades’ que aún no habían pasado por los filtros de las exigencias actuales de la ciencia.

Yo como médico no soy más que un medio que aprovecha el conocimiento colectivo de la ciencia y lo traduzco a cada uno de mis pacientes de forma individualizada. Lo que transmito no son opiniones ni ideas mías, son datos que vienen del trabajo duro y muy meticuloso de miles de investigadores en el pasado. Los médicos somos como una entrada más asequible a esta inmensa base de datos y me atrevo a decir que aquí una opinión personal sobra, es más, una opinión personal sería contraproducente. Donde los médicos podemos dar un poco de nuestra propia personalidad es justamente en los (muchos) campos de la medicina donde no hay respuestas y donde tenemos que lidiar con las dudas.

Los políticos que ahora tienen que afrontar una pandemia deben tomar medidas impopulares y, quién sabe, no acertadas. Pero eso no es ciencia. Son personas como tu y yo que tienen que buscar un camino en un mar de dudas. Es un desafío y una tarea muy complicada.

A Ana la invito a dudar, debe seguir teniendo dudas, debe seguir haciendo preguntas. La invito a reflexionar sobre la diferencia entre creencias y esta verdad provisional. Esta verdad provisional es la que hace funcionar su coche, la que hace que exista la pantalla que le permite leer este texto, la que consiguió que apenas se vean niños con poliomielitis, la que elimina injusticias y la que avisa de cambios climatológicos. También hay muchas cosas, seguramente más, que aún no sabemos y ahí, en el no saber, es donde nos debemos encontrar.


domingo, 13 de mayo de 2018

Tu silencio

Es fácil entrar. Te has puesto las zapatillas nuevas, compradas en un bazar en Valencia. Llevas el pelo recogido y unos guantes finos. Eliges el acceso del lado oeste, donde no se encuentran casas y donde en días soleados al atardecer las plantas y árboles absorben ese color amarillo que te encanta. Saltas la valla sin hacer ruido. Respiras tranquilamente. Conoces muy bien el camino, tantos años perdiéndote en el jardín botánico te han unido mucho a él. La oscuridad no te impide encontrar la casa. La ausencia de viento provoca un silencio extraño y estremecedor; sientes que todo lo que tiene vida en el jardín mantiene la respiración y te está contemplando. Oyes los latidos de tu corazón. No te lo puedes creer, hoy serás libre.


De pequeña pasabas días enteros en el jardín. Tu madre trabajaba hasta tarde como administradora y era como vuestro segundo hogar. En el jardín hacías los deberes, dormías la siesta y merendabas. Dabas nombres a los conejos, los sapos y las ardillas. Abrazabas a los árboles y les pedías consejo. Hablabas con el enorme ficus que, después de leer los libros de Winnetou, apodaste 'El Apache'; sentías su silencio como la sabiduría de los ancianos indios. En primavera dabas la bienvenida a las flores que te cantaban sus canciones coquetas y seductoras. En otoño acariciabas las hojas caídas. En el jardín te reunías con tus primos y unos pocos amigos. También te encontrabas con Josep, el hombre de las manos grandes. Jugabas con él al escondite, al fútbol y te enseñó tai chi. Aunque eras muy pequeña, te tocaba y te pedía que le tocases. Recuerdas perfectamente lo que pasó en cada rincón del jardín. El hombre de las manos grandes era el primer hombre que te deseaba, y le dejabas. Aún no tenías aspecto de mujer, pero él te deseaba.  


Por la ventana la ves, está mirando su móvil. Seguramente jugando solitario u otro juego estúpido. Se ha hecho mayor desde la última vez que la viste. La luz de la pantalla pone al descubierto las profundas arrugas de su cara. Tiene un aspecto vacío y de cansancio. Tu madre nunca te pareció una mujer atractiva y siempre te has alegrado de parecerte a tu padre, aunque nunca llegaras a conocerlo. Tu madre era una persona apagada, plana, sin intereses especiales; no recuerdas si tuvo algún amante. Te pones el chubasquero verde.


La navaja, comprada en otro chino, se estrena en la carne vieja y fatigada de tu madre. El primer corte es en el cuello, exactamente como aprendiste en las páginas web que visitaste desde el locutorio. Durante tus estudios te enseñaron como curar, no como acabar con una vida. Te pusiste detrás de ella para que te no salpicara la cara. Te ha salido mejor de lo que esperabas. Con la mano izquierda sujetas su cabeza hacía atrás, y lentamente sientes la resistencia desapareciendo del cuerpo que hace más de treinta años te dio la vida. Ahora tienes que hacer un corte profundo en el epigastrio y llegar a la aorta. Te cuesta, el cuerpo, ya con apenas vida, está muy blando y la punta de la navaja no entra fácilmente. Te sorprende el olor que desprende el cadáver, mezcla de metal y sudor. Por un momento te pasa por la cabeza certificar su muerte. Deformación profesional, piensas. Te sale una sonrisa. Que enorme te sientes. Te relajas y te das cuenta de que estabas apretando los muslos, provocándote una sensación de excitación prohibida.


Te quitas el chubasquero y lo guardas igual que la navaja en bolsas separadas. Ha vuelto el viento. Las hojas nerviosas y alborotadas, te susurran. El Apache, sereno y grandioso, parece por un momento inclinar su tronco con aprobación hacía tí. Saltas la valla y, antes de subir al coche, te quitas las zapatillas y las metes en otra bolsa. Hoy no deberás coger la autopista ni echar gasolina. Te quedan unos cien kilómetros. En el recorrido, a través de varios pueblos, te deshaces de las zapatillas, la navaja, los guantes y el chubasquero en diferentes contenedores de basura. Cuando llegues a tu casa nadie se habrá enterado de tu salida. Esta mañana tu compañero de planta te dio la baja por una gastroenteritis. Tu teléfono no se movió de casa. A tu lado, en el asiento del copiloto, está el pequeño cuaderno negro de tu madre. En cada página pone con detalle lo que Josep le pagó durante todos aquellos años. Suena ‘El séptimo vicio’ en Radio 3. Apagas la radio, este viaje lo harás en silencio.

https://www.jardinalbarda.com/tu-silencio-max-meertens/

lunes, 13 de marzo de 2017

Vuela hijo

Oigo su voz, pero no escucho sus palabras, que me llegan como las balas de una metralleta. Habla igual como el director del colegio, la voz tensa y temblorosa. Me quiero tapar los oídos, me quiero ir, quiero montar la bici y bajar al pueblo. Pero aguanto un poquito más hasta que mi padre finalmente se rinde y me dice que quizás por la noche podemos hablar, que siente mucho haber tenido que alzar la voz y que me quiere. 


Entro en la casa para buscar mi mochila. La casa era de mis abuelos, los papis de mi madre, y es muy grande para solo nosotros dos. Por la noche hay una oscuridad inquietante y un silencio denso, casi asfixiante, que me impide dormir. Me hace sentir como si estuviera flotando en el espacio, una sensación de vacío. 


En la mochila tengo mi mundo: unas monedas, unas gafas de sol y una pelota. El enojo hace que me suba a la bici sin decir nada a mi padre que aún está ahí, abatido por su impotencia. De algún modo entiendo a mi padre ¿quien puede ser papá y mamá a la vez? Pero yo ya vuelo, la bajada es lo máximo, me sé cada esquina, bollo y piedra en el camino. Vivimos en la parte arriba del pueblo y bajando en la bici siempre me imagino estar volando, igual como las águilas que a veces vemos en las caminatas largas que hacemos en la montaña. Me encanta ir al límite. Siento el aire en mi cara y me despejo. Ya veo el mar más abajo, me quedan por lo menos 5 minutos de bajada. Cada vez voy más rápido, la rabia me lo pide. Me imagino tener alas, con esta velocidad debería despegar sin ni siquiera saltar. Ahí está la casa de la bella Annagrazia. No puedo evitar mirar en su jardín lleno de madreselvas de un color blanco delicado. A ver si me ve, aunque, como siempre, hará como si no me viera. Bajo cada vez más rápido. Ahí está la casa de Don Pietro, el profesor de ciencias, le mando un abrazo imaginario. 


El primer día que llegó Don Pietro a nuestra clase sabía que era especial, diferente. Sus clases son una oasis de risas, paz e ideas absurdas en nuestro desierto de aburrimiento. En nuestro primer examen, sobre la ley de gravitación de Newton, nos puso una hoja en blanco sin preguntas, nada. Cuando entregué mi trabajo me lo recibió con una sonrisa. ‘Vuela mi hijo, vuela.’ Don Pietro me daba aire como la lluvia da la vida a los peces atrapados en la playa por culpa de la marea. Necesitaba aire para librarme del pueblo, de mi casa, de mi padre, de mis recuerdos y de mis voces. 


La médico de la ciudad vino un día especialmente a verme. Era una mujer alta con el pelo castaño recogido en un moño. Tenía las gafas igual que Annagrazia, pero miraba por encima, me preguntaba si realmente las necesitaba. Veía como su moño se transformaba en un calamar con tentáculos largos que jugaban con las gafas. Otros tentáculos se deslizaban por su cuello y entraban en la blusa blanca hacía su espalda y sus pechos. Era muy guapa y no pude evitar mirar de reojo a mi padre. Nos dijo que con los años se me pasaría, que para un niño fue duro lo que nos pasó y que era mi manera de procesar todo. Que muchos niños de mi edad tienen mucha imaginación. Que repitiera el curso y que luego todo tendría su lugar y no habría problema. 


El aire me está pegando en los ojos, lágrimas frías corren hacia mis orejas. Voy muy rápido, en toda la bajada no he utilizado los frenos. Siento la sangre bombeando en mi cuello y en mis brazos. El mar se está acercando. Veo ballenas gigantes saltándo y riéndose. Calamares de todos los colores abrazan a unas madreselvas enormes que bailan en el agua. Escucho de lejos susurros de mi madre. Las casas al lado del camino se están moviendo y apartando. En un barco con alas veo a Don Pietro, también riéndose. Veo al director del colegio tumbado en la playa, la boca cerrada, no tiene ojos. Al final del camino está la puerta enorme de la entrada del colegio. No me preocupa, si pedaleo más fuerte, lo consigo, estoy seguro. Cada vez me acerco más al colegio. Al fondo escucho las risas, las carcajadas y un claxon. Me faltan 30 metros, 20, 10. ¡Ahora! ¡Es ahora! Tiro del manillar de la bici todo lo que pueda y me levanto, ¡estoy volando! Voy justo por encima de la escuela y una luz blanca me lleva hasta más arriba. Ya no pedaleo. Veo las ballenas sorprendidas y quietas mirándome. El director sigue tumbado en la playa. No hay rastro del Don Pietro. Hay un silencio extraño. Me voy alejando del pueblo, cada vez más. Las casas se hacen puntitos rojos en la montaña. La piel se me pone blanca del frío.


sábado, 17 de diciembre de 2016

Cinismo es para perezosos

Acabo de leer un libro que me permite formular lo que yo y muchos de nosotros sentimos desde siempre. 


Quien cree en el bien del ser humano tiene la ciencia a su lado. Estudios en biología, sociología, antropología, psicología, arqueología y otros campos de investigación, nos llevan a la misma conclusión: somos buenos, no solamente tú y yo, también los otros que no conocemos tanto. Durante miles de años nos han querido hacer creer que cada individuo es egocéntrico, violento y únicamente interesado en su propia supervivencia y, para evitar estar peleándonos entre todos, necesitábamos líderes fuertes. 


La fuerza del ser humano, sin embargo, está en un profundo sentimiento de generosidad, solidaridad y deseo de bienestar. Claro que hay muestras de sobra del ser humano actuando de una forma inhumana y violenta, pero nos debemos preguntar ¿qué parte hemos desarrollado? 


El homo sapiens es lento, blando y no de los más inteligentes (han habido especies más inteligentes) y aún así consiguió sobrevivir durante miles de años. Resulta que su faceta sapiens no es su inteligencia individual, sino la capacidad de compartir conocimientos y sentimientos que nos han convertido en la especie dominante en nuestra tierra. Es esta capacidad de compartir como un acto amoroso y generoso hacia nuestros hijos, familiares, vecinos, conocidos y desconocidos que nos hace fuertes y no la supervivencia egocéntrica bélica. Los pensamientos amargos de filósofos como por ejemplo Hobbs y los cínicos líderes del mundo han sido eficaces durante miles de años, pero muy lejos de lo que realmente sentimos. Y repito, está comprobado en muchísimos estudios. El llamado realismo con su mensaje negro es el contrario de realista. 


¿Pero por qué coló su mensaje y no el mensaje realmente realista de por ejemplo Rousseau? Quizás porque somos a veces perezosos y muy fáciles de manipular. Para entender las cosas que pasan a nuestro alrededor hay que leer, aprender y preguntar. Y eso supone mucho más esfuerzo que ver mensajes en Twitter o ver el telediario cada día. 


De algún modo es más cómodo creer que somos malos, no hace falta darle más vueltas si pasa algo horrible. Sin embargo, si creemos que es el contrario, cuesta aceptar algo que sabemos que no es correcto o justo. 


El amor que sentimos hacia nuestras familias y personas cercanas es mucho más universal; al fondo preferimos que todo el mundo esté bien, incluso antes de tener el móvil de última generación o un horno autolimpiable, aunque la economía del crecimiento nos haga creer lo contrario. Nuestra necesidad de amor es más potente y más humano que el odio y la violencia. Lo único que debemos intentar es que ese amor que todos tenemos dentro se desarrolle y fluya hacia nuestras acciones y nuestro alrededor. Y estoy convencido de que esta diferente forma de estar, de ser, generaría al mismo momento una paz interior. 


Mi gran amigo Teo San Jose, diseñó hace años 'Semillas de Paz, un proyecto ambicioso contra el bullying, con el único objetivo de que los niños aprendieran a ver este sentimiento dentro de ellos mismos. Mi hermano Jan desarrolló Connect2us, una herramienta online para mejorar el entendimiento entre personas de diferentes culturas partiendo del concepto de conocerse y compartir. Y tengo otros ejemplos a mi alrededor de intentos de trabajar esta parte nuestra tan descuidada. ¿Casualidad? No creo. 


Muchos dirán que soy ingenuo. Quizás sea optimista, pero también realista y me resisto a ser cínico.

A lo mejor me defino mejor como posibilista, creo que los seres humanos podemos conseguir bienestar, solidaridad e igualdad saliendo de la idea de que somos buenos. Pero tenemos que creerlo y, sobre todo, transmitirlo a nuestro alrededor. 

Hay muchos ejemplos de empresas, servicios o ayuntamientos que funcionan sin una jerarquía, sin líderes que nos dicen qué hacer. La participación funciona, pero nos lo tenemos que creer, olvidándonos del mensaje negativo de Hobbs. 

Si creemos en el bien de la gente, si confiamos en cada uno, basándonos en muchos estudios científicos, tendremos un nuevo y verdadero realismo y desvanece la polarización entre pensamientos. Sería un sueño, ya no habría conservadores ni progresistas, nadie proclamará dogmas o creencias falsas, sino pensamientos reales y acciones realistas. 


Hace años John Lennon escribió una canción sobre eso, sin dogmas ni populismo. Simplemente nos pidió imaginarnos que somos buenos. 


‘De meeste mensen deugen’ (La mayoría de la gente es buena) de Rutger Bregman, 2019.